Llevaba treinta días en Tambopata buscando oro. Mi objetivo: hacer fortuna, al igual que tantos otros.
A medida que recorría el territorio amazónico, fui testigo de un escenario desolador. La tala indiscriminada de árboles para abrir trochas y minas dejaba manchas de fango. La deforestación era evidente, incluso para mi ojo inexperto. Los ríos y la población enfermaban, intoxicados por el veneno del mercurio. Escuché también historias de indígenas despojados de sus tierras o en ocasiones asesinados.
Empedernido en mi propósito, tomé la ayahuasca que me ofreció un chamán para agudizar mis sentidos. Aluciné con un niño shipibo que risueño me invitaba a seguirlo. En la abundante maleza, guacamayos de azul brillante desplegaban sus alas sobre el alboroto de los monos tití. ¡Cri-cri!, chirriaban los saltamontes… ¡Cocoí!, cantaba el cucarachero.
El esplendor de la selva me subyugaba y percibí su señorío. Extasiado, vi rayos de luz centellar entre el salto de los dorados. Me acerqué a la orilla y descubrí una pepita de oro. Delirante, estiré el brazo para alcanzarla… «¡Ayyyyyyyyy!», desperté en agonía…
El caimán se sumergió en el río y yo, manco, jamás volví a enfurecer a la naturaleza.

Me ha encantado el cuento.
Con tu permiso me quedo leyendo por aquí.
Un saludo.
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Ángel, mil gracias. Feliz de tenerte como lector.
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