Vigilo incansable el horizonte desde mi garita, con mi sombrero revestido de piel de oso y rifle en mano. En estos tiempos todo es más sereno, los enemigos piden tregua por Navidad.
Miré hacia el norte y vi una estrella dorada. Cansado de estar tieso en el frío, sentí gran deseo por alcanzar sus rayos de oro. Empecé a trepar, atraído por su resplandor, pero en el camino vi a una hermosa doncella, o quizá era un ángel. Ella también añoraba llegar al pico, mas no se atrevía a cruzar fronteras. La tomé de la mano y le pedí que me siguiera, yo la protegería de las luces fugaces que resplandecían sin previo aviso.
Nos encumbramos hacia la estrella, aferrados el uno al otro. Cuando pasábamos por un chalet colorido de tejas cubiertas de nieve, luces incandescentes nos enceguecieron. Perdimos el balance y caímos en el vacío, golpeando nuestros cuerpos sobre las ramas. Ella perdió las alas y yo la escopeta.
En la oscuridad de la noche y magullados, nos quedamos dormidos, aún tomados de la mano. Pensamos que era el fin, pero despertamos con los villancicos de unos niños. Estábamos más unidos que nunca. Yo dejé de ser un soldado, ahora era un campesino. Y ella era una muchacha de vestido blanco. Para nuestro gozo, nos habían colocado junto al chalet de colores, no lejos de la estrella dorada, en el mágico pino.
