—La ambición en moderación es buena —dijo el chamán, parsimonioso—, pero en altas dosis puede ser mortal.
Los exploradores no entendieron la relevancia del mensaje que el vidente dilucidaba entre los restos de té macerados en una taza. Finalmente, la visita al brujo era solo una parada cultural y una oportunidad para recobrar el aliento: el calor de la selva y la espesa vegetación extinguían el oxígeno.
Continuaron con la aventura, adentrándose aún más en la jungla, no obstante el cansancio. El reto era encontrar el «Ojo de Oro», del que tanto se hablaba en las escrituras de la comunidad indígena. «Un adoquín descomunal de oro, de la apariencia más rara», se había traducido en los libros occidentales.
Sin embargo, unos cayeron enfermos, sofocados por las ondas tóxicas emanadas por plantas venenosas. Los que aún se mantenían en pie dejaron atrás a los inválidos y siguieron adelante.
Poco a poco fueron perdiendo la consciencia, el aire impuro les atrofiaba el cerebro.
Solo quedaron tres exploradores vivos, quienes decidieron continuar a pesar de todo; serían los héroes de la historia.
Cuando llegaron a la cueva que se decía albergaba el místico Ojo y otros tesoros, hicieron un pacto. Se repartirían todo entre los tres y venderían el relato de la aventura al mejor postor.
Pero nunca lograron salir de la fosa con vida. Fueron devorados por un ogro de vellos ámbar de un solo ojo, un cíclope dorado: el «Ojo de Oro».
