El hacedor, temeroso de que sus obras no fueran buenas, no produjo más. El artista, angustiado por la crítica, no creó ninguna otra pieza. Y el que tuvo miedo de su libertad, redujo su vida a imitar a los demás.
El miedo al fracaso no solo es entorpecedor, pero puede arrancar cualquier sueño de raíz. Muchos proyectos no ven la luz: quedan olvidados en cajones, libretas de notas o en rincones de la memoria donde se desvanecerán. O, peor, son destruidos y arrojados a la papelera cuando perdemos la confianza en ellos y en nosotros mismos.
Con el tiempo nos olvidamos de soñar, siempre hay alguna urgencia u otra prioridad. Son excusas que nos sirven bien para no arriesgar el amor propio. Preferimos la fantasía de que, si tuviéramos tiempo o dinero, podríamos realizar nuestros proyectos.
El que no se atreve a dar un paso adelante, por más pequeño que sea este, nunca avanza. El que pretende solo éxito en sus obras nunca progresa. Y el que cree que solo las grandes empresas valen la pena, se olvidan de que al principio siempre son diminutas semillas.

El apego al resultado es siempre el estorbo: queremos éxito, queremos crear algo grandioso. Queremos el resultado del proyecto por lo que este nos va a brindar en el futuro, especialmente reconocimiento. Entonces nos desviamos de nuestro propósito, que es trabajar en la empresa sin juzgar sus méritos. En mi apego al resultado, declaro que mi obra no es buena y la abandono en lugar de mejorarla.
La solución es concentrarte en el proyecto, sin pensar en el gran premio. Revisa tus apegos y tu amor propio. ¿Has bailado alguna vez sin que nadie esté mirando, solo por el placer de bailar? Haz lo mismo con tu arte: experimenta el éxtasis de crear sin desear grandiosidad. Crece en tu habilidad y disfruta en el proceso.
El resultado… no importa. Hazlo por la magia.